Este año queremos dedicar este día a dos antiguas profesoras de Literatura de este Centro que siempre, desde la distancia nos recuerdan el Día y nos animan a mantener esta Biblioteca, la de la Granja, viva y expansiva. Para Mª José Campo y Carmen Onieva. Muchas gracias a ambas.
"Una persona entra en una librería. Va con prisa. Olvidó
comprar un regalo para su pareja, pero sabe qué autor le gusta y qué novela de
ese autor le falta. Sábado por la tarde. Ni un solo dependiente libre a quien
consultar. Va a la sección de novela histórica. A, B, C, D, E... M. Ahí está.
Ha sido rápido. Mientras nuestro amigo se dirige a la caja, bendice a quien
fuera que inventara el orden alfabético. Va a llegar a su cita, va a tener el
regalo perfecto, todo a tiempo. Y siempre gracias a esa magnífica ordenada
sucesión de letras, aunque ya no piensa en ello.
Una vez en la calle se cruza con montones de personas: todas
van de un lado a otro, unos miran sus móviles, buscando en sus agendas
electrónicas nombres de amigos, parientes, conocidos que el chip de su teléfono
organiza por orden alfabético; el semáforo se pone en verde. Decenas de coches
inmóviles, con sus matrículas de números y letras ordenadas por orden
alfabético, le miran con sus faros mientras cruza la avenida; anhelan su propia
luz verde para seguir sus infinitos trayectos. En una clínica un médico
consulta en su ordenador una base de datos organizada por orden alfabético; en
su casa, una señora, a quien el mundo digital pilló a contrapié, busca en las
páginas amarillas la F para encontrar un fontanero. Hay invenciones geniales
que por su uso común parece que estuvieron con nosotros desde siempre, pero no
fue así. Nada ha surgido de la nada. Es sólo que en la ineludible vorágine del
presente olvidamos nuestro pasado. Así, no sabemos quién inventó el fuego o
quién diseñó un día la primera rueda. De igual forma podemos preguntarnos:
¿sabemos acaso quién inventó el orden alfabético, ese mismo orden sin el que no
sabríamos identificar nuestros coches, organizar nuestras agendas electrónicas
o encontrar una buena novela en una librería? Viajemos atrás en el tiempo, pues
esta historia empezó hace muchos años.
A mediados del siglo III a. C., el gran imperio de Alejandro
Magno acaba de descomponerse en diferentes estados y a la cabeza de cada uno de
esos nuevos reinos ha quedado uno de sus veteranos generales. Seleuco se quedó
con Babilonia, Mesopotamia, Persia y Bactria; Antígono obtuvo el control de
Frigia, Lidia, Caria, el Helesponto y parte de Siria; Lisímaco se quedó con
Tracia, y Casandro con Macedonia; pero es el general Tolomeo quien nos
interesa, pues él será quien gobierne a partir de entonces el legendario
Egipto, desde el sur de Siria hasta los confines más recónditos del valle del
Nilo. Las guerras de frontera, precisamente contra los otros generales del
fallecido Alejandro, ahora convertidos en ambiciosos reyes, consumen las
energías de Egipto, pero, aun así, Tolomeo I funda un nuevo edificio en
Alejandría más allá de los intereses militares: una biblioteca. No tuvo tiempo
de más. Teniendo en cuenta a sus belicosos vecinos, ya hizo mucho. Su hijo
Tolomeo II le sucede en el trono, pero Tolomeo II no es el gran militar que fue
su padre y pronto es derrotado en las fronteras del reino; Tolomeo II, rey
faraón de Egipto, se concentra entonces en las grandes obras públicas en
Alejandría: continúa con la consolidación de la biblioteca y construye, en la
isla de Faros, una gran torre con fuego en lo alto que servirá de guía a los
barcos que llegan al gigantesco puerto de aquella emergente urbe del mundo
antiguo. Eran barcos cargados con todo tipo de mercancías venidas desde todas
las esquinas del Mediterráneo: aceite de la lejana Hispania, vino de la Galia,
lana de Tarento... y entre todo lo que traían había cestos enormes repletos de
rollos y más rollos de papiro con volúmenes de todo tipo: obras de teatro,
poemas épicos, tratados de filosofía, medicina, matemáticas, retórica y
cualquier rama del saber de la época. Se trataba de recopilar todo el
conocimiento para constituir la mayor y mejor biblioteca del mundo, pero llegó
un momento en que todos los funcionarios del nuevo edificio se vieron
desbordados por la enorme cantidad de rollos que tenían y así se lo comunicaron
a su rey. Fue entonces cuando Tolomeo II llamó a Zenodoto.
—Necesito que te ocupes de la biblioteca —le dijo Tolomeo
II.
Zenodoto se sentía incómodo. Llevaba meses centrado en la
recopilación de los viejos poemas de un tal Homero, un autor antiguo difícil de
entender que empleaba palabras viejas olvidadas por todos, hasta el punto de
que había ocupado las últimas semanas en escribir un detallado glosario que
recopilara todos aquellos términos.
—El rey faraón de Egipto tiene muchos servidores que pueden
ocuparse de la biblioteca —respondió Zenodoto para intentar zafarse de un
encargo que retrasaría en meses, quizá en años, el trabajo que llevaba entre
manos y que le interesaba mucho más que ponerse a ordenar papiros.
El rey faraón dador de Salud, Vida y Prosperidad, pues según
la milenaria tradición ésos eran sus títulos en Egipto desde el tiempo de las
pirámides, sonrió. Tolomeo II siempre fue paciente con Zenodoto.
—Sólo te pido que vayas a ver la biblioteca. Entonces
entenderás.
Zenodoto no podía negarse. A fin de cuentas era el faraón
quien financiaba sus trabajos. Así, a regañadientes, se encaminó hacia la vieja
biblioteca. Nada más llegar empezó a entender: Tolomeo II había ampliado
notablemente los edificios que su padre había dedicado a aquel centro del
saber. Las dimensiones eran descomunales. Era evidente que nunca antes se había
construido una biblioteca de esa envergadura, pero aquello carecía de
importancia en comparación con lo que Zenodoto encontró en su interior:
centenares de trabajadores llevaban miles de cestos repletos de rollos de
papiro de un lugar a otro, distribuyéndolos según podían por las inmensas salas
de aquella gigantesca obra. Había centenares de miles de rollos de papiro,
quizá más de un millón. Incontables, inabarcables. Zenodoto comprendió al rey
faraón. No había encontrado a nadie que ni tan siquiera pudiera haber intuido
cómo ordenar todo aquello. Y ordenarlo era clave, pues una biblioteca no valía
nada por el mero hecho de acumular centenares de miles de rollos si nadie era
capaz de encontrar uno cuando alguien quisiera consultarlo. En las pequeñas
bibliotecas griegas, donde se acumulaban unos centenares de rollos, el veterano
bibliotecario de cada lugar recordaba el sitio donde encontrar cualquier texto,
pero allí aquello era absurdo. Nadie podía recordar tanto. Había que clasificar,
como fuera; pero clasificar aquellas montañas de cestos llevaría años, siglos.
Ni siquiera bastaría una vida. Zenodoto, no obstante, no era hombre de
amilanarse con facilidad y puso los brazos en jarras. ¿Cómo ordenar aquel
universo de palabras? Tenía que haber alguna forma.
Zenodoto no durmió aquella noche. Se movió inquieto en la
cama. Sólo soñaba con miles y miles de rollos en grandes colinas dispersas como
túmulos fantasmagóricos. Se incorporó sobresaltado. Estaba sudando
profusamente. Se levantó y echó agua fresca en un vaso de cerámica. De pronto
tuvo un momento de iluminación.
A la mañana siguiente fue a hablar con el rey.
—Yo me haré cargo de la biblioteca —dijo, y Tolomeo II
asintió satisfecho.
Zenodoto regresó entonces a aquel imponente edificio y se
situó en medio de todos aquellos rollos. En su mente recordaba su glosario de
palabras antiguas de Homero: eran tantos los términos arcaicos que usaba aquel
poeta que los había ordenado por grupos, los que empezaban por A todos juntos,
luego los que empezaban por B y así sucesivamente. Al principio le pareció algo
demasiado simple, pero pronto se dio cuenta de que aquello funcionaba muy bien
para localizar una palabra sobre la que hubiera trabajado. Zenodoto, subido a
una mesa que utilizó como improvisado estrado, habló alto y claro a los
trabajadores de la gran Biblioteca de Alejandría.
—Ordenaremos los rollos por orden alfabético según su autor.
Todos le miraron asombrados. Y, al mismo tiempo,
infinitamente aliviados. La tarea llevó meses, años, pero Zenodoto tuvo tiempo
de ver en vida aquella inmensa biblioteca con todos los centenares de miles de
rollos archivados y localizables y, además, tuvo tiempo de volver a trabajar
sobre los poemas de Homero.
Y así seguimos. Así que cuando busque un libro en una
librería o el número de teléfono de un amigo en su agenda electrónica en el
móvil, recuerde al bueno de Zenodoto. Se merece, cuando menos, un segundo de
nuestra memoria."
RECORDAD QUE TODO, TODO ESTÁ EN LOS LIBROS...
Y...
https://www.juntadeandalucia.
Ha estado muy entretenido
ResponderEliminarMe parece de vital importancia el homenaje o llamamiento al recuerdo por parte de todos nosotros, sin importar la edad, hacia las bibliotecas, las cuales son sinónimo de conocimiento, aprendizaje, saber, y que, por simple o cotidiano que parezca, están a nuestro alcance. Si cambiamos el contexto geográfico, la situación cambia, y el acceso a ellas, así como al de todos los libros, teniendo en cuenta de qué tratan o quiénes los escriben, se complica. El curso pasado veíamos cómo se reinventaba, con el fin de adaptarse a los diferentes impedimentos, así surgía el bibliobús, una biblioteca capaz de desplazarse de un lugar a otro, transportando así el conocimiento y cultura que todos merecemos y que no siempre valoramos, porque pensamos que es aburrido, elemental, como el orden alfabético, cuando en otro tiempo, o simplemente en otro país, se consideraría un lujo. Valoremos nuestras bibliotecas, démonos cuenta de su importancia, prescindamos por un momento de lo virtual, y volvamos a experimentar el placer de buscar ese libro de ese autor que te han recomendado; buscarlo en esa estantería que recoge las obras que empiezan por esa letra, ojearlo sutilmente sin llamar la atención del guardián o guardiana de tamaño conjunto de estudios, y, finalmente, escogerlo; cogerlo y llevarlo contigo a casa. Si esto era complicado de darse antes, la dificultad asciende ahora con la crisis sanitaria con la que día a día lidiamos, pero lo importante, bajo cualquier situación por dramática que llegue a ser, es no olvidar bajo ningún concepto las fuentes que durante siglos nos han proporcionado las claves para crecer como personas y como sociedad. Habrá que aprender a sacar el lado más deleitoso de encargar el mismo libro a domicilio...
ResponderEliminarEste relato me parece curioso porque me ha enseñado que Zenodoto realizó un gran trabajo en aquella grandísima biblioteca, dándonos paso a poder realizar búsquedas más rápidas y organizadas gracias al orden alfabético. Él, aunque se agobió al principio cuando Tolomeo le ofreció hacerse cargo de la gran biblioteca y no sabía por donde empezar a organizar aquella cantidad de papiros, con su sabiduría y lo que aprendió de Homero, tuvo la gran idea de organizarlo todo por orden alfabético.
ResponderEliminarSolo podemos tener palabras de agradecimiento hacia Zenodoto ya que hacer las cosas por orden alfabético nos sigue sirviendo y mucho en nuestra vida cotidiana por ejemplo para buscar en nuestros móviles que tanto utilizamos.
Davidsm1301@gmail.com
ResponderEliminarEl orden alfabético me ha parecido muy interesante, como se las ingenió Zenodoto para organizar el problema que tenía en la biblioteca de una manera tan sencilla y efizca.
Lo que me sorprende que desde mediados del s III a.c con el descubrimiento del abecedario sigamos haciendo uso de él en pleno s XXI, en eso ni hemos cambiado ni se ha mejorado.
Pienso que el abecedario es un imprescindible en nuestro día a día.